jueves, 3 de noviembre de 2011

El auto del tío


21:39 
Subo al auto. Es un ford, destruido por la desidia del tío que mientras se abandona a si mismo hace otro tanto con su medio de transporte. Sospecho que ya no le importa. Sospecho que quizá quiera morir, porque desplazarse con el corazón enyesado por los días inmundos de calor se vuelve un peso insoportable.
Levanto a T y a Ciro. La charla deriva a temas estúpidos de la televisión. Es inevitable, pero la información me llega y me llaga. Datos inútiles de gente que desea encerrarse en una casa para que la filmen. Personas que parecen ser famosas. Conocidas. Escucho que la mierda está en la TV y busca ablandarte la ilusión, pero igual la prendo de a ratos.  Es inevitable: el show de colores baila en la pantalla y capta mi atención. Así, hipnotizado e idiota voy día a día por el mundo, con lentes negros para tapar las ojeras de dormir sentado, la  computadora cayendo a un lado y la baba que corre por la comisura.
La cita es en la casa de P, recién llegado de su viaje coital post ceremonia religiosa. Él es feliz, ella es todo claridad y transparencia. Lucen bien, rebozan alegría. Tienen paredes amarillas en el corazón. Paredes de polifón, que se aprietan y vuelven a su lugar, pero nunca se rompen, nunca caen. P es un dandy del tercer mundo, un equilibrista de la noche.  No le importa, ciertas cosas le pasan por al lado y nunca se entera. Porque hay que seguir, porque hay procesos que deben ser cumplidos, porque si. Porque así debería ser la vida y la familia y los hijos y las lunas de queso y dulce de leche y de miel.
Te rompen el orto a diario, a cada minuto, y vos salís corriendo a comprar vaselina para que no duela.
Así no. Así no va a funcionar. Nunca.

01:11
Manejo enajenado por Rondeau. Derecho. La calle es ancha, entonces puedo bandearme a los lados sin problema, eludir un 582 con una gran parábola y volver a mi senda. Acelero. El Ford del tío responde, a pesar que sus pedazos se caen. El amortiguador es un despojo, no tiene limpiaparabrisas, no funcionan las luces. Pero él sigue adelante, tozudo. Es encenderlo y el motor ruge acelerado, pasado de vueltas, como pidiendo que lo liberen y lo dejen disparar por un camino perdido.
Gano velocidad. Quiero hacerme mierda contra el camión que cruza el semáforo. Lo veo a lo lejos y hundo el acelerador hasta que hace tope. El ruleman de la capota produce una vibración constante, cíclica. No hay luces, así que ilumino con una linterna. No importa, no interesa. Solo quiero llegar hasta el  camión e incrustarme en medio de la caja, ahí, justo debajo de donde dice "maersk".
El vidrio bajo y las pelusas que pasan de largo. Sopla viento dulce y me pega en la cara; la resaca de alcohol se despeja, total, para que la quiero si no pienso cogerme ni los dedos con la puerta. Cambio la radio, sin despegar los ojos del camino. Raya amarilla corriendo equidistante de las ruedas, ocupando el centro de la calzada. Todo Rondeau es mío, hasta el olor a pescado.
Siento vibrar el guardabarro delantero, sujeto con sendos pedazos de cinta scotch. El ford del tío me pide guerra, quiere suicidarse con dignidad.
Lo embuto de nafta. Corré puto, corré. Allá está el camión blanco, en medio de la mira. Lo miro, la mira. Me mira. Es un camión esbelto, violeta con rayas en la cabina, se mueve lente como una oruga; mientras, yo soy una pelusa de plátano más. Quiero trancarme en la garganta de ese camión, quiero hacerlo regurgitar las vísceras, quiero atravesarlo y aparecer al otro lado, limpio, nuevo, los cachetes rosados y olor a jabón de bebé.
Ahí voy. Despegado. Le apunto. Estoy decidido a partir porque es el momento y el lugar y porque ese camión tiene un nombre bastante feo en el costado. No me importa más nada. Quiero morirme ya, enroscado entre fierros.
Llego al semáforo. La luz es roja. Es obvio que voy a frenar.
Lo hago.

02:20
Regina salta generando espasmos de gimnasta olímpico. Se retuerce en el aire, gira, vuelve a apoyarse y corre tras su pelota acolchada.  Le tiro la pelota acolchada. Lo hice solamente porque me levanté de la cama, abandoné la forma hundida y fui tras ella, más curioso que el gato y dispuesto a morir por ello.
Regina perseguía una cucaracha. Marrón y alargada, ésta presentaba un buen tamaño, de esas que hace rato no veía. Inmediatamente me acordé de J. No es que ella quiera a estos insectos, más bien lo contrario. Quizá por ello es que la recordé. Su fantasma está más presente que nunca, sobrevolando mi cabeza con su olor a perfume dulce y sus pañuelos de colores. La cucaracha se mezcla con el piso, se confunde con las manchas de la madera, ojos oscuros que siembran de vetas el suelo. La pierdo de vista.
Salgo al patio y la busco chancleta en mano. Regina piensa que juego, entonces corre despavorida hacia el living y me grita que le lance el balón. Lo hago, desganado. No quiero jugar, no ahora. Ella insiste, entonces debo tirarlo y esperar que corra como un futbolista. La domina, la para de pechito y la deja en la cocina. Ahora el mismo ejercicio hacia el otro lado. Me aburrí. Ella me mira con ganas de más, insaciable.
Vuelvo al cuarto. Sé que la cucaracha me vigila. Escondida entre el zócalo y la pared, me vigila. Sabe mis movimientos, y espera a que me duerma para apoderarse del cuarto. Volvieron.  Ellas volvieron.

02:34
 
La cucaracha aparece, tímida, camuflándose entre las vetas del piso. Mira. Estudia el panorama. Regina ya duerme sobre el colchón cómodo, ajena a todo lo que pasa. Me armo de la chancleta y me desplazo sobre ella. Le pego fuerte, en el medio del cuerpo. Golpe seco. La aplasto y ella suena con su sonido craaack tan típico de cucaracha aplastada. Riego el piso de tripas. Tripas de cucaracha muerta.
Necesitaba una muerte esta noche.