jueves, 4 de julio de 2013

127 horas



Caminaba en círculos por el living, yendo y viniendo de la pantalla a la heladera de la cocina. Todavía creía que solo eran mis ganas de mear las que provocaban la ansiedad.

Un sentimiento incómodo me apresa el pecho; la necesidad de salir corriendo por Regidores golpeando las rejas de todas las casas y los timbres y los autos, y treparme a todos los árboles mientras los perros me siguen, saltan y me muerden los tobillos; y yo no paro de escalar esos árboles desde que soy un niño hasta hoy.
Siete mil arboles delante mío, y todos por ser coronados. Uno tras otro, escalar hasta la copa, luego bajar y el siguiente. Y el otro. Y el otro. Soy un torbellino saltando de rama en  rama, balanceándome en la hoja de palmera con butiá. De ahí a los techos y las azoteas. Sobrevuelo un par de claraboyas mientras continúo la carrera desenfrenada hacia el Parque Posadas.
Escalo por la pared de ladrillo hasta el piso 4, la ventana abierta y la ropa colgando en un par de alambres (por qué esa ropa no vuela y desaparece?). Dos soutienes para balancearme y entrar. Sigo corriendo por el pasillo, un codo y luego la escalera. Escalones de piso de mosaico con pastillitas, fichas negras y naranja alternando, goce de ojos en viaje lisérgico. Apuro el paso. Un piso. Subo de tres en tres. Otro. Ahora ya salto de un descanso al siguiente. Avanzan los pisos y se suceden las viejas que se asoman y me echan a sus perros encima al grito de “ladrón, ladrón”. Ni siquiera interesa ya patear las macetas de sus invernaderos de 1x1, apenas luchar contra los cuzcos colgados de los flecos del pantalón. Las caras feas me asesinan con sus ojos horizontales, delgados de miopía mental. Escupo el adorno navideño del 505 y chuponeo a una negra hermosa en la puerta contigua, su pierna de porcelana asomando tibiecita en el umbral. Trata de retenerme (o eso lo pienso ahora?) y suelto su mano por inercia. Otro piso más y decido tomar el ascensor.
Presiono el tablero con fuerza, todos los botones juntos; quiero ir a todos los pisos al mismo tiempo y a ninguno a la vez. Quiero seguir subiendo, quiero llegar ayer. El cubo de metal asqueroso se detiene en pisos sin gente. Me recibe el sonido de Rial escapando de los departamentos y rebotando en los palliers de ventanucos verticales. Cierro de un portazo y continúo el ascenso. Nadie quiere compartir mi ascensor de pisos impares, mientras Él adquiere velocidad y el viaje se hace mas lento. Una fuerza me jala hacia el piso, adhiere las suelas de los zapatos con barro a la goma negra acanalada. Trato de tocar el techo y está lejos, muy lejos. Tampoco puedo saltar. No se puede saltar en los ascensores, porque una vez liberados de la fuerza de atracción rebotaríamos del piso al techo y del techo al piso como una bolita de goma. Y así el ascensor caería al hueco profundo y se desintegraria contra el piso. Y el polvo. Y el humo. Y el silencio.

Un profundo golpe metalico cuenta el final del viaje. Abro la puerta y me enfrento al cuadrado rojo. Solo el cuadrado rojo y un bomberito colgado a un costado. Para apagarme o para destrozar la puerta. Opto por lo segundo.

Me asomo al infinito de la azotea. Un golpe de viento fuerte y un venteveo que me grita algo en su vuelo.
Tomo carrera y salto.
Llegué.


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