Caminaba en círculos por el living, yendo y viniendo de la
pantalla a la heladera de la cocina. Todavía creía que solo eran mis ganas de mear las que provocaban la ansiedad.
Un sentimiento incómodo me apresa el pecho; la necesidad de salir corriendo por Regidores golpeando las rejas de todas las casas y los timbres y los autos, y treparme a todos los árboles mientras los perros me siguen, saltan y me muerden los tobillos; y yo no paro de escalar esos árboles desde que soy un niño hasta hoy.
Siete mil arboles delante mío, y todos por ser coronados.
Uno tras otro, escalar hasta la copa, luego bajar y el siguiente. Y el otro. Y
el otro. Soy un torbellino saltando de rama en
rama, balanceándome en la hoja de palmera con butiá. De ahí a los techos
y las azoteas. Sobrevuelo un par de claraboyas mientras continúo la carrera
desenfrenada hacia el Parque Posadas.
Escalo por la pared de ladrillo hasta el piso 4, la ventana
abierta y la ropa colgando en un par de alambres (por qué esa ropa no vuela y desaparece?).
Dos soutienes para balancearme y entrar. Sigo corriendo por el pasillo, un codo
y luego la escalera. Escalones de piso de mosaico con pastillitas, fichas negras
y naranja alternando, goce de ojos en viaje lisérgico. Apuro el paso. Un piso.
Subo de tres en tres. Otro. Ahora ya salto de un descanso al siguiente. Avanzan los
pisos y se suceden las viejas que se asoman y me echan a sus perros encima al grito de
“ladrón, ladrón”. Ni siquiera interesa ya patear las macetas de sus invernaderos
de 1x1, apenas luchar contra los cuzcos colgados de los flecos del pantalón. Las caras feas me asesinan con sus ojos horizontales, delgados de miopía
mental. Escupo el adorno navideño del 505 y chuponeo a una negra hermosa en la puerta contigua, su pierna
de porcelana asomando tibiecita en el umbral. Trata de retenerme (o eso lo
pienso ahora?) y suelto su mano por inercia. Otro piso más y decido tomar el
ascensor.
Presiono el tablero con fuerza, todos los botones juntos; quiero
ir a todos los pisos al mismo tiempo y a ninguno a la vez. Quiero seguir
subiendo, quiero llegar ayer. El cubo de metal asqueroso se detiene en pisos
sin gente. Me recibe el sonido de Rial escapando de los departamentos y rebotando
en los palliers de ventanucos verticales. Cierro de un portazo y continúo el
ascenso. Nadie quiere compartir mi ascensor de pisos impares, mientras Él
adquiere velocidad y el viaje se hace mas lento. Una fuerza me jala hacia el
piso, adhiere las suelas de los zapatos con barro a la goma negra acanalada. Trato
de tocar el techo y está lejos, muy lejos. Tampoco puedo saltar. No se puede
saltar en los ascensores, porque una vez liberados de la fuerza de atracción
rebotaríamos del piso al techo y del techo al piso como una bolita de goma. Y así
el ascensor caería al hueco profundo y se desintegraria contra el piso. Y el
polvo. Y el humo. Y el silencio.
Un profundo golpe metalico cuenta el final del viaje. Abro
la puerta y me enfrento al cuadrado rojo. Solo el cuadrado rojo y un bomberito
colgado a un costado. Para apagarme o para destrozar la puerta. Opto por lo
segundo.
Me asomo al infinito de la azotea. Un golpe de viento fuerte
y un venteveo que me grita algo en su vuelo.
Tomo carrera y salto.
Llegué.
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