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Tres jokers. Cercanos, casi tocándose, miraban desde el
pavimento y sonreían al saber que los iba a rescatar. Dos negros, uno rojo. Imposible no reparar en ellos, cuando
busco creer en ellos.
Caminaba con Joâo rumbo al Miguelete. Comienzo el día
temprano para mis parámetros, con la certeza marcada de correr en la mañana
para despertar las ideas y espabilar el ánimo. El barrio está agitado por la
semana campestre entonces el aire se llena de 4x4 y las niñas de Millán caminan
envueltas en botas de montar.
El arroyo parece popular. Señoras caminando, alguna pareja
de veteranos hace footing y multitud de escolares comen la merienda vigilados
de cerca por las maestras. Un niño inquiere si soy su "pariente" y si
Joâo es un perro "ladrador", cuando en realidad me consulta si es
raza "labrador". Otro le responde que es el propio. Comienzo el trote
y me alejo de la realidad del lenguaje.
El tobillo derecho se hace sentir, entonces afirmo mis
sospechas en su relación directa con el talón izquierdo y un completo desencaje
del cuerpo sobre su eje. Cargo sobrepeso, ya lo he dicho. Las voces conversan y
generan archivos con ficheros interminables. El cráneo es un bombo legüero de
gravedad cero, donde las ideas flotan y chocan entre si sin orden aparente.
Resisto dos vueltas. Es suficiente. Incluso para Joâo, que
rosado de lengua exige tomar agua. Decido regresar bordeando todo el predio de
la Rural. Estudio los calcos en los autos, las matrículas; trato de descifrar
de qué departamento provienen aunque todos lucen como atacados por stickers
puntaesteños. Policías en moto circulan para prevenir que los niños no ataquen
a la gente. Encargados de seguridad vestidos de negro se comunican por handies.
La avenida Büschental no perdió solo los árboles. Parece haberse llevado
pedazos de mi niñez entre folletos y docenas de churros.
Llego a casa y guardo las cartas. El perro ya está en el
fondo practicando sus tácticas de ataque sobre el Oso. Pienso en esa exposición
y como esperaba cada setiembre para visitarla. Para recorrer el stand de EEUU.
O el de Francia. Para oler la bosta de vaca y el sudor de los animales en los
galpones. El entorno me era ajeno, porque simplemente gozaba la actividad de
estar allí.
Hoy no. Me he vuelto un fisgón, un voyeur del presente
tangible que aparece filtrado una y otra vez por capas de prejuicios y
conjeturas. No creo en lo que ven mis ojos, creo en la realidad de mi mente. En
el poder de papeles numerados que encuentro en la calle. Busco la magia aún
donde no está. Necesito su azar para hacerme sentir vivo, para sentir que la
sorpresa sigue existiendo.