Me propongo la escritura diaria como mandato. Como
disciplina. Si, ya leí "el discurso vacío". Pero Levrero era un
maestro tocado por letras del más allá y su simple diario ilustra un cerebro y
una manera única de ver el mundo. No es mi caso.
Apenas me propongo escribir. Juntar palabras, pegaditas una
atrás de la otra con un mínimo de coherencia. No busco llegar a algún lado,
porque ni siquiera sé a dónde estoy yendo. Supongo el viaje consiste en eso:
sentarse en un velero con ruedas y esperar el viento pampero. Luego dejarse
llevar.
Últimamente estoy muy abrigado. Camperón, saco, camisa. Todo
lleno de bolsillos. Estos, a su vez, cargados de elementos. Fui boy scout,
entonces debo estar preparado para el fin del mundo con mi libretita, el libro
que nunca leo y las gotas para disimular lo indisimulable. Cuando no llevo
mochila, estos receptáculos de objetos se cargan aún más. Música, hojillas,
tabaco aleatorio, muchas llaves. Nunca supe viajar liviano. Siempre fui del
equipo de los precavidos, de esos que se preparan para el fin de los días
cuando salen a tomar el 149. Pero sin paraguas, porque no entran en el
bolsillo.
Voy tres párrafos. Es bastante. Mis letras se arrastran como
los caracoles del fondo que perezosamente suben la pared blanca, pelada,
áspera. No hay más sombra en el patio, los arbustos fueron recién cortados, la
parra viajó a una volqueta. Solo la estructura roja, muda de fierros viejos,
observa la mesa de azulejos añorando la época feliz de familia reunida allí
debajo. Hoy puede observar un piso de cemento agrietado, donde los yuyos pelean
por un lugar esquivando los soretes de Joâo.
Es martes, pero la sensación es la de un lunes espantoso.
Cansino. Creo tener el cuerpo en punto muerto y el flujo neuronal atascado en
un cuello de botella. Un tapón. Un gran corcho impide el grito, cuando busco
desangrarme en la puerta de tu casa.
Todo debería ser rojo.
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