"—Perdón —le dije al entrar, y me tiré en la cama desvencijada y me puse
a llorar. El se acostó en su cama y apagó la vela. Silbaba suavemente.
Después vi que había luna llena, una luz blanca y lechosa que se colaba
por la ventanita. La vista de la luna solía apaciguarme. Dante silbaba
una canción que habíamos compuesto a medias; la llamábamos “Alice
Springs blues”. Mi locura nocturna se fue diluyendo en un bienestar
físico que ascendía lentamente desde la punta de los pies; era un efecto
habitual del silbido de Dante, pero ahora la presencia de la luna llena
producía variantes nuevas; como desdoblado en varias personalidades
simultáneas podía observar sin angustia mi propia angustia, podía sin
extrañarme observar mi propio sentimiento de extrañeza; y ese pequeño
núcleo de extrañeza y angustia comenzaba a expandirse y a establecer
contactos multidimensionales en el espacio y en el tiempo; se reforzaba
diluyéndose, prolongándose tentacularmente hasta rodear la inmensa
esfera del mundo; y mi circunstancia actual, esa penuria de un uruguayo
asfixiado en un pueblo de ingleses y de indios, rodeado por un desierto
infranqueable, se diluía en otra circunstancia, otra penuria que se
remontaba al origen de los tiempos, a la soledad de los dioses, a la
lenta evolución de las especies, a la vida que como una enfermedad iba
extendiéndose sobre la endeble corteza de una esfera llena de metales
hirvientes; y aparecía la imagen de mis bisabuelos, que cruzaron
caprichosamente como yo el océano y se establecieron porque sí,
cumpliendo una ley secreta que jamás llegaron a intuir, en un punto
cualquiera de la esfera inerte que se va enfriando mientras gira y
gira; y mis abuelos, cumpliendo con los ritos heredados, afirmándose
como plantas en ese pedazo de tierra, sufriendo sin darse cuenta,
fabricando sin darse cuenta una raza nueva de monstruos despavoridos; y
mis padres, sometidos ciegamente a la misma ley, trabajando con
precisión cronométrica para apuntalar a su manera el gigantesco edificio
de una mitología absurda; mientras mi abuelo todavía respondía al
llamado imperioso, insolente, de la sirena del taller, cada madrugada,
mi padre viajaba viajes eternos en ferrocarril hasta el centro de la
ciudad y allí se mantenía de pie durante ocho horas junto a uno de los
millares de mostradores de una tienda inmensa, de nombre pretencioso,
atendiendo las exigencias de clientes exasperantes sin sospechar que mi
madre iba a parir un monstruo dolorido y acusador que rompería esa
cadena del transcurrir automático y abriría los ojos para inaugurar el
sufrimiento consciente de una raza… Ahora mi cuerpo parecía flotar
levemente, apenas separado unos centímetros del camastro, como
sostenido por el colchón de aire del subido de Dante y la atracción
magnética de la luna, y sobre la pantalla blanca de mis párpados
cerrados se proyectó la imagen de mí mismo en los años de infancia: un
niño delgado y cauteloso que dialogaba a solas en el jardín del fondo,
esperando con toda la paciencia del mundo el fin de aquella tutela
insoportable, permitiendo con falsa resignación que la familia jugara
con él como con un muñeco de trapo, mientras él secretamente le
arrancaba la cabeza a las muñecas de trapo que lo herían con el olor
insoportable de un género impregnado de erotismo; un niño que
secretamente comía de la tierra del jardín que sus manos delicadísimas
le servían en una cucharita de plata robada de la cocina, bajo las ramas
repletas de flores de azahar que también lo enloquecían con un perfume
que exigía respuestas que él ignoraba."
Alice Springs (El Circo, el Demonio, las Mujeres y yo). Mario Levrero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario