No tengo miedo. Ya no.
No temo a verme como soy en realidad, aunque no sepa quién soy en esa realidad. Aunque no sepa cuál es la realidad. No temo al reflejo, a pesar que el espejo me castiga y me devuelve un ser enojado y rencoroso.
Sí tengo miedo. Muchos miedos.
Temo a esta cualidad de idiota que desprecia lo que no entiende; al enano con el pecho erguido de intolerancia hacia quienes eligen vivir distinto. Temo a esa rareza del ser común. Temo a ser feliz, a morir de risa abrazado a vos mientras se enciende la pantalla con la historia más ínfima y liviana que esa tevé nos pueda regalar.
Tengo miedo a no tener más miedos. Tengo miedo a no tener fuerzas para romper los vidrios que me encierran de este lado de la pecera. Tengo miedo, mucho miedo, de perderte para siempre, y que la vida sea solo respirar una vez si y otra también.
Tengo miedo de callar mis cuerdas de arena, cuando a veces solo el arrullo me devuelve la paz que mis truenos de siempre llenan de lluvia ácida.
Y un sábado se fracturó mi temor y se encendió la obsidiana que cargo en mi bolsillo.
Hoy ya no tengo miedo al impacto. Aprendo a subirme a mi tren fantasma y me río en la cara de la momia y del degollado.
No hay más miedo. No temo a nadie. No temo a nadie. No temo a nadie. No me temo más a mi mismo.
Porque yo ya no soy. Solo estoy.
Ahora, acá.
Tratando de no temer.
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