Dejá que ladren, dejalos.
No podés responder a todos. Son muchos, un número
interminable, infinito. Muchos más que vos, o yo. No les ladres. Dejalos ser.
Dejalos.
Sentate. Echate acá, junto a mi ventana. No escuches, no prestes atención. Todos te
van a buscar, todos quieren tu furia, esa rabia de espuma blanca. Ellos quieren
que respondas, quieren sentirte fuera de control. Quieren escucharte
ladrar enajenado, correr como un poseso. Enfurecer.
Quieren que seas uno de ellos, uno más del coro nocturno. Gritandole
al encierro y a la luna; a las sombras y a la paranoia. A la vida.
Dejalos, no digas nada.
Nunca podrás ladrarles a todos; si uno se calla, tres nuevos
agitan más allá. La manzana es de ellos, el barrio resuena de su monotonía. Y
se alimentan unos a otros en su guerra por el espacio.
Dejalos.
No podés pasar tus días respondiendo a lo que otros dicen.
Son demasiadas batallas diarias, y te vas a cansar antes de poder ganar
siquiera una parte.
No te agota correr toda la tarde por el mismo surco trazado
en el pasto?
No escuchás cómo ladra triste el del fondo, encerrado en su patio
de 3x3?
Ya no cansa saltar en los mismos sitios tratando de ver quién te ladra
del otro lado de la pared?
Dejalos. Que agoten su garganta en avisos furiosos. Que se
desmiembren de raspar contra el ladrillo. No respondas. No los escuchemos.
Ladrarán por siempre, y nosotros tenemos que aprender a
templar el silencio.
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