Hasta
para un partidario convencido, como yo, del sexo casual, del sexo por
entretenimiento, del sexo por pasar el rato, del sexo como terapia
antiestrés, del sexo por probar algo nuevo, del sexo por el sexo, del
sexo por curiosidad, del sexo por aburrimiento, etcétera, está muy claro
que no hay nada como el sexo con amor. No por amor, con amor.
Que
te la chupen una rubia y una morena, o dos morenas (haciendo pausas
para besarse apasionadamente, las benditas), o que te pongan un chocho
en la cara mientras alguien, ¿quién será?, te la chupa, o ver correrse a
La Giganta (de ese acontecimiento extraordinario les hablaré otro día),
o pasearte por entre parejas que follan e ir metiéndole el pito en la
boca a todas las mujeres a tu alcance. Qué duda cabe de que esas son
experiencias supremas que recomiendo vivir a toda persona sensata antes
de extinguirse.
Pero.
Ninguna comparable a follar con amor. Follar amando a quien te follas.
Hasta yo tengo que reconocer eso, sin titubear un segundo. Lo que no
quiere decir que no sigamos deseando (y haciendo, cuando podemos) todo
lo demás. Desear todo lo demás es lo más natural y lo más sano del
mundo. Pero aquí hablo de gradaciones, y follar con alguien que amas
está en lo más alto de la parte más meridiana del follar.
¿Por
qué? Creo que es por un extra, por un algo que añade al follar eso que
llamamos amor (y que, según los psicólogos evolutivos, es una mezcla de
estrategias reproductivas y compatibilidades químicas de cierto tipo,
entre un macho y una hembra de nuestra especie). Siguen presentes todos
los placeres del acto, de la carne, de nuestra grandiosa red neuronal, y
por supuesto está muy presente el universo ajeno a nuestro yo en el
cerebro, que despliega en ese sublime momento todas las artimañas
propias de la sopa eléctrica y química que somos.
Sin embargo, a pesar de sentir todas esas maravillas, tenemos la impresión de que hay algo más.
Que
nadie pronuncie la palabra “espíritu” o “alma”. Ya sabemos que no
existen, que son artefactos culturales de ficción. Han sido muy útiles
al proceso de civilización, no lo negaremos, pero no son reales. Sin
embargo, no cabe duda de que follar con amor es un fenómeno curioso y de
difícil explicación. Al menos para mí. Uno está haciendo lo mismo que
hace siempre (metiéndola, sacándola, chupando por aquí y por allá) pero
sucede que siente una emoción, un debilitamiento, un abandono, un
embeleso, un arrobamiento. Y quiere fundirse (la literatura aquí es
inevitable) con la persona con la que folla. Quiere, de cierta manera,
perderse, quiere no regresar. También desea, a veces, comerse a la otra
persona, pero esa es otra historia.
Follar
con amor es una sensación fantástica y extraña. No quiero ponerme
romántico para no hacer el ridículo o falsear las cosas o magnificarlas o
razonar mediante moldes, que es lo que pasa cuando nos ponemos
románticos.
Sabemos,
eso sí, que el cerebro nos inventa y que el cerebro nos engaña.
Constantemente. Pero de una manera especial, creo, nos engaña en eso que
llamamos amor. Todos hemos experimentado la deliciosa conmoción que
produce el cerebro y que consiste en hacerte creer que todo lo que tiene
que ver con una persona que acabas de conocer es maravilloso y que ya
no puedes estar sin verla ni un momento. Todos hemos pasado por ahí. Y
todos sabemos que cuando pasa la engañifa de nuestro cerebro, nos
rompemos la cabeza tratando de explicarnos ¡cómo nos hemos engañado
tanto! Cómo hemos podido estar tan equivocados.
Pero
no es culpa nuestra, naturalmente, es nuestro cerebro y en general
nuestra sopa química, timándonos y manejándonos a su antojo. Es decir,
según sus planes, que no necesariamente son los nuestros. Lo que
llamamos “yo” no es más que una parcela diminuta en medio de la galaxia
que es nuestro cerebro.
Según
los científicos (Eagleman), eso que llamamos amor suele durar alrededor
de tres años, antes de empezar su declive. Estamos programados “para
perder el interés en una pareja sexual después de que haya pasado el
tiempo necesario para criar un hijo, que es una media de cuatro años”.
No lo dudo. Pero.
Qué
pasa cuando no se desvanece la engañifa y la engañifa se torna
permanente. Cuando pasan los años (tres, cuatro, seis, diez o doce o
veinte años) y sigues sin poder alejarte de la otra persona sin
añorarla, cuando pasan los años y sigues pensando que su olor es el
mejor perfume que existe, cuando pasan los años y sigues queriendo
follar con esa persona por encima de todas las otras personas. (Ojo, no
digo que no quieras follar con otras u otros, digo que si tienes que
elegir siempre eliges a esa persona para follar por encima de cualquier
otra). Qué pasa cuando pasan los años y sigues creyendo que sus ojos son
los más bellos del mundo y su boca la más olorosa y su saliva un dulce
jarabe y el sabor de su chocho superior, muy superior, a cualquier
manjar imaginable.
Qué
pasa. ¿Cómo se explica eso? La respuesta tiene que estar en nuestro
cerebro, porque no hay nada fuera de nuestro cerebro. Lo sé.
Seguro
que nuestro cerebro tiene capacidad para engañarnos permanentemente, a
largo plazo. Bien. ¿Pero por qué lo hace? Ya no hay ninguna cría de la
que ocuparse.
Bueno,
me digo, cuando pienso en el asunto y no puedo llegar a una conclusión
satisfactoria: ¡qué más da por qué lo hace nuestro cerebro, qué más da
que el amor sea un invento suyo!
Eso. Qué más da.
Y
pasan los años. Y llega una tarde de invierno, quince años después de
haberte visto por primera vez. Y estamos en casa y me abrazas y dices:
—La vida es maravillosa cuando estoy contigo.
Y
sigo sin saber por qué follar con amor es insuperable, e ignoro, claro
está, por qué eso que llamamos amor, contra todo pronóstico, puede durar
toda una vida. No obstante, sé que soy feliz cuando dices la vida es maravillosa cuando estoy contigo. Cualquier cosa que sea eso de ser feliz.
Y te beso. Y mi pequeño yo se regocija en las vastedades de mi gran cerebro.